En los últimos años algunas mujeres embarazadas han sido el foco de atención de la prensa. ¿La razón? Haber sido madres después de los sesenta y cinco años, una edad más adecuada para ser abuela. Fue el caso de una profesora de lengua en una universidad rumana o el de una doctora de Inglaterra.

 

Es verdad que la idea de una mujer de setenta años con pocas fuerzas para correr en pos de una criatura agotadora de tres resulta poco tranquilizadora. Tampoco resulta plácida la imagen de una mujer de ochenta y dos mordiéndose las uñas de impaciencia mientras espera la vuelta del adolescente de quince que ha salido de juerga con los amigos. Pero no veo por qué cuando el sujeto es femenino se da tanta importancia a estas imágenes de futuro y, en cambio, apenas se menciona cuando el sujeto es un hombre. Por poner dos ejemplos conocidos, el del actor Anthony Quinn y el del guitarrista Andrés Segovia. Quinn tuvo a sus dos últimos hijos con más de ochenta años y Segovia había cumplido setenta y siete cuando dejó embarazada a su segunda mujer. O sea, que los dos fueron padres a una edad en la que podían ser ya bisabuelos y, que yo sepa, nadie hizo comentarios peyorativos al respecto sino más bien comentarios elogiosos; comentarios detrás de los cuales había una admiración implícita por la extraordinaria potencia reproductora de los tipos. Y es que ya se sabe: con los años los hombres pierden capacidad sexual, pero mantienen la competencia para procrear.

En cambio, a las mujeres les pasa lo contrario: no pierden pulsión sexual, pero dejan de ser fértiles. Y en ese caso, alguien puede espetarme que si bien la paternidad tardía es admisible porque se basa en un procedimiento natural, no podemos juzgar con la misma benevolencia la maternidad tardía, resultado de intervenciones médicas. Es verdad; la concepción para la rumana no habría sido posible sin la ingestión de muchas dosis de hormonas sintéticas, y el recurso de las técnicas de reproducción asistida. En ese caso, yo objetaré que el padre de Julio Iglesias, el doctor Julio Iglesias Puga, alias Papuchi, tuvo a su penúltimo hijo a los ochenta y ocho años y admitió que había recurrido a la medicina para engendrar a la criatura. Es decir, inseminación artificial para la mujer, porque él tenía esperma pero no erecciones. Y, con todo, nadie puso el grito en el cielo. Es más, ni siquiera recuerdo que fuera una noticia tenida en cuenta por los medios de comunicación serios. ¿Y cuántos debe haber que tengan que recurrir a los comprimidos de Viagra, que también son una forma de intervención médica o, al menos química?

O sea, el problema estriba, como tantas veces, en el trato diferente que reciben las mujeres y los hombres y no en el hecho en sí mismo. Por poner un ejemplo: los periódicos recogen la noticia de la boda del multimillonario Donald Trump, de cincuenta y ocho años, con una modelo veinticuatro años más joven que él; nadie hace chirigota de la diferencia de edad. ¿Hay algo más bonito y normal que un rico aliado con una mujer que podría ser su hija? En cambio, si ella tiene setenta años y él treinta, como en el caso de Gina Lollobrigida y el catalán Xavier Rigau, los comentarios son de este tipo: “¿Dónde va esta vieja loca pasada de vueltas con este pardillo?”. O bien: “Mírala con su gigoló”.

O sea, para los hombres, unas reglas y para las mujeres, otras. Como cuando en la tele pasan anuncios de compresas para la tercera edad y las representantes siempre son mujeres, como si ellos no tuvieran incontinencia. ¡Pues claro que sí!

(Gemma Lienas. Pornografía y vestidos de boda. Editorial Península. Barcelona. 2007)